Las
polémicas sobre el teatro fueron constantes en el siglo XVIII: los ilustrados
defendían un teatro didáctico y verosímil, mientras que el público aplaudía
enfervorizado las obras barrocas y pos barrocas. Los enfrentamientos entre
partidarios de uno u otro tipo de teatro alcanzaron a intelectuales,
dramaturgos y espectadores con una pasión inusitada. Los ilustrados y
neoclásicos rechazaban el teatro barroco de Lope y Calderón, pero sobre todo el
de sus imitadores. Su censura se refería tanto a la forma como al contenido.
Respecto a la forma, reprochaban que no se respetara la regla del lugar el
tiempo y la acción que aporta realismo a la obra. Denunciaban la falta de
didactismo de las comedias y la violencia e inmoralidad de sus temas, ya que
abundan las muertes, los raptos, las violaciones y los duelos. Consideraban que
los populares autos sacramentales
habían derivado en obras irreverentes y de mal gusto. En 1765 Carlos III
prohibió la representación de los autos,
lo que provocó reacciones airadas.
En
el teatro del siglo XVIII se distinguen varias corrientes:
Teatro post barroco. Triunfa durante la primera mitad de siglo en los
escenarios y en las imprentas. Se imita la comedia de capa y espada, así como las
comedias de magia, que alcanzan una sorprendente escenografía, con
encantamientos, monstruos, etc. También triunfaron los autos sacramentales y los sainetes, herencia del teatro popular
barroco, con autores como Ramón de la Cruz.
Teatro neoclásico. A pesar de que algunos
dramaturgos intentaron crear un teatro neoclásico, como Agustín de Montiano y
Nicolás Fernández de Moratín, no tuvieron éxito. Dentro de este panorama
constituyen la excepción la tragedia Raquel
(1778), de Vicente García de la Huerta, y las comedias de Leandro Fernández de
Moratín.
Teatro prerromántico. En las últimas décadas del siglo XVIII, el sentimentalismo prerromántico aparece en autores que se habían iniciado en el neoclasicismo. Ejemplo de ello es Jovellanos, con la obra El delincuente honrado.